Por Luis Carmona.
Llenamos salas de cine para ver películas de terror, buscamos jump scares en videojuegos o pasamos horas leyendo historias que nos ponen los pelos de punta. ¿Por qué, si el miedo es una respuesta natural de defensa, lo buscamos voluntariamente? La ciencia tiene algunas respuestas.
El miedo es una reacción primitiva del cerebro que surge en la amígdala, la región encargada de detectar amenazas. Cuando percibimos peligro, el cuerpo libera adrenalina y dopamina, acelerando el corazón, afinando los sentidos y preparando al organismo para huir o luchar. Sin embargo, cuando el cerebro sabe que el peligro no es real (como al ver una película o entrar a una casa del terror) esa misma reacción se transforma en placer. Es una descarga controlada: una especie de “montaña rusa emocional”.
Estudios en neuropsicología demuestran que las personas disfrutan del miedo cuando pueden mantener el control de la situación. Es decir, el entorno debe ser seguro, pero el estímulo lo bastante intenso para provocar emoción. Por eso, el terror se consume más durante épocas como Halloween o Día de Muertos: la sociedad legitima el miedo como entretenimiento, un espacio donde podemos explorar nuestros límites sin riesgo real.
Además, el terror cumple una función social. Ver películas de miedo en grupo o participar en experiencias colectivas de susto refuerza los lazos emocionales: al compartir la adrenalina, también compartimos el alivio posterior. En palabras de la psicóloga Margie Kerr, especialista en el estudio del miedo, “cuando nos asustamos juntos, nos sentimos más vivos y más unidos”.
Por otro lado, el género del terror también actúa como un espejo. Nos permite enfrentar, desde la seguridad de la ficción, lo que tememos en la vida real: la muerte, la soledad, la pérdida de control. En sociedades donde estos temas suelen evitarse, el miedo se convierte en una forma de catarsis. No solo nos asusta: nos ayuda a entendernos.
Quizá por eso seguimos buscando historias que nos ericen la piel. Porque más allá del sobresalto o el grito, el miedo también nos recuerda que seguimos sintiendo, que estamos vivos. Y, en el fondo, no hay emoción más humana que esa.